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La Noche Estrellada #
En un pequeño pueblo cerca de Belén, donde las casas de piedra se apretujaban unas contra otras y los caminos serpenteaban entre las colinas, bajo el frío intenso de una noche estrellada de invierno, una burra llamada Celeste descansaba en su modesto establo. El viento helado silbaba entre las rendijas de madera, pero dentro el aire era tibio gracias a la paja dorada que cubría el suelo.
Todo estaba tranquilo y en silencio, solo se escuchaba el ocasional relincho de un caballo en la distancia. Celeste respiraba suavemente, medio dormida, cuando de pronto oyó pasos cansados y voces suaves que se acercaban por el camino de tierra. Curiosa, levantó la cabeza con sus largas orejas atentas y vio a una pareja entrando lentamente al establo. El hombre llevaba un bastón y parecía preocupado; la mujer, envuelta en un manto azul, se sostenía el vientre con cuidado.
Una Visitante Especial #
—Disculpa, pequeña —dijo José con voz suave y respetuosa, mientras miraba a Celeste con ojos cansados—, solo buscamos un lugar para descansar esta noche. Hemos caminado durante muchos días.
—No pasa nada —respondió Celeste con amabilidad, moviendo su cola—. Este establo es vuestro. Hay paja fresca y es un lugar seguro del viento.
María, embarazada y profundamente agotada por el largo viaje desde Nazaret, se acomodó como pudo sobre la paja mullida. José extendió su manto para darle más abrigo. Celeste observó con curiosidad desde su rincón, sintiendo que algo extraordinario estaba por suceder. El aire mismo parecía cargado de una energía especial, como si las estrellas en el cielo supieran que aquella no era una noche cualquiera.
El Milagro Del Nacimiento #
Las horas pasaron lentamente mientras María descansaba. Celeste permanecía despierta, vigilante, como si su presencia pudiera ofrecer algún consuelo. Entonces, cuando la medianoche se acercaba, el llanto agudo de un bebé rompió el silencio del establo. Había nacido Jesús, envuelto en pañales sencillos y recostado en el pesebre sobre paja suave.
—Es tan hermoso… —susurró Celeste, emocionada, con sus grandes ojos brillando de alegría. Nunca antes había presenciado algo tan maravilloso.
Sin embargo, a pesar de la felicidad del momento, el establo seguía estando oscuro y frío. La única luz provenía de una pequeña lámpara de aceite que José había encendido. María envolvió al niño con lo poco que tenía, acercándolo a su pecho para darle calor. José miraba alrededor, preocupado, deseando poder ofrecer más comodidad a su familia.
Celeste los observaba con el corazón conmovido. Deseaba poder ayudar de alguna manera, hacer algo para que aquel bebé tan especial estuviera más cómodo. De repente, sintió un cosquilleo extraño en la nariz, como si algo mágico estuviera despertando dentro de ella.
El Don De Celeste #
Con un resoplido sorprendido, Celeste sopló suavemente hacia el aire. Para su asombro, una pequeña estrella dorada apareció flotando delante de su hocico, girando y brillando con luz propia. La estrella danzaba en el aire, iluminando la estancia con un resplandor cálido y reconfortante.
—¿Qué es eso? —preguntó José, completamente asombrado, señalando la estrella flotante con su mano temblorosa.
—No lo sé… pero creo que puedo hacer más —dijo Celeste con una sonrisa tímida pero decidida.
Inspirada y llena de determinación, Celeste comenzó a soplar con suaves resoplidos rítmicos. Una por una, pequeñas estrellas doradas y plateadas empezaron a aparecer, llenando el establo con su luz mágica. Las estrellas danzaban como luciérnagas, girando y flotando en espirales, calentando el lugar con su resplandor celestial. El frío se disipó, reemplazado por una calidez reconfortante que envolvía a la sagrada familia.
La luz de las estrellas de Celeste era tan intensa y pura que comenzó a brillar hacia el cielo nocturno, escapando por las rendijas del techo y por la puerta entreabierta. El resplandor subía como un faro hacia las estrellas verdaderas, creando un sendero de luz visible desde kilómetros de distancia.
La Luz Que Guía #
En las colinas cercanas, unos pastores humildes cuidaban sus rebaños bajo el cielo estrellado. Estaban sentados alrededor de una fogata, compartiendo pan y conversando en voz baja, cuando uno de ellos señaló hacia el pueblo.
—¡Mirad! ¿Qué es esa luz tan brillante? —exclamó uno de los pastores, poniéndose de pie rápidamente.
Guiados por la curiosidad y una extraña sensación de que algo milagroso los llamaba, los pastores descendieron de las colinas con sus cayados y corderos, siguiendo el rastro luminoso de las estrellas de Celeste. Al llegar al establo y empujar suavemente la puerta de madera, se quedaron sin palabras.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó uno de los pastores al entrar, con voz reverente y llena de asombro. El establo estaba transformado en un lugar mágico, lleno de luz dorada y estrellas flotantes.
José, con lágrimas en los ojos, señaló al niño que descansaba pacíficamente en el pesebre.
—Ha nacido el Salvador —dijo con voz suave pero llena de emoción.
Los pastores se arrodillaron con reverencia, maravillados por la luz celestial y el milagro que tenían ante sus ojos. Algunos lloraban de alegría, otros murmuraban oraciones de agradecimiento. Pronto, la noticia se extendió, y más visitantes comenzaron a llegar al establo, todos atraídos por las brillantes estrellas de Celeste que iluminaban el camino.
Entre los visitantes que llegaron aquella noche memorable, aparecieron tres sabios de tierras lejanas, vestidos con túnicas elegantes y trayendo cofres llenos de regalos preciosos: oro, incienso y mirra.
—Hemos seguido una estrella especial durante muchas noches —dijo uno de los sabios con voz profunda y solemne, mirando directamente a Celeste con respeto y gratitud—. Y ahora vemos que esa luz viene de ti, pequeña burra. Gracias por guiarnos hasta este lugar sagrado.
Un Propósito Descubierto #
Celeste bajó la cabeza, tímida y conmovida, pero su corazón rebosaba de felicidad. Nunca antes se había sentido tan útil, tan importante. Esa noche mágica, bajo el cielo estrellado de Belén, comprendió algo fundamental: su magia no solo creaba estrellas hermosas, sino que también generaba esperanza, guía y luz para los demás. Su don no era solo para ella, sino un regalo que podía compartir con el mundo.
Cuando el amanecer llegó pintando el cielo de rosa y naranja, y las últimas estrellas mágicas se desvanecieron suavemente en el aire como suspiros de luz, Celeste se acurrucó en su rincón del establo. Miró con ternura infinita al niño que dormía plácidamente en brazos de María, rodeado de amor y protección.
—Quizá no soy solo una burra cualquiera —susurró Celeste para sí misma, cerrando los ojos con una sonrisa de profunda satisfacción—. Quizá todos tenemos algo especial que ofrecer.
Aquella noche santa, su bondad y su magia iluminaron el camino para todos los que buscaban la luz. Y en su humilde corazón, Celeste supo que había sido parte de algo verdaderamente milagroso.
Cada uno de nosotros, sin importar cuán ordinarios nos sintamos, tiene un don especial para compartir con el mundo. A veces, solo necesitamos el momento adecuado para descubrirlo y la valentía para usarlo en beneficio de los demás.