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La princesa más bella del reino #
Érase una vez, en un reino muy, muy lejano, una princesa de lo más salada llamada Blancanieves. Tenía la piel blanca como la nieve recién caída en las montañas, los labios rojos como guindas maduras bajo el sol de verano y el pelo negro azabache que brillaba como las alas de un cuervo. Pero la pobre no lo tenía nada fácil. Vivía con su madrastra, la Reina, que era guapísima por fuera, pero más mala que un dolor de muelas y estaba verde de envidia. A esta mujer, la Reina Malvada, solo le importaba una cosa en el mundo: ser la más guapa del reino.
La envidia de la Reina Malvada #
La Reina Malvada tenía un espejo mágico al que le daba la tabarra todos los días. Le preguntaba con voz melosa: “Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más mona de este reino?”. Y el espejo, que no podía mentir ni aunque quisiera, siempre contestaba: “Tú, majestad, eres la más requetebonita de todas”. Esto ponía a la Reina más contenta que unas castañuelas, porque le encantaba que la gente la piropeara y admirara su belleza. Pero claro, Blancanieves iba creciendo día tras día, y con cada amanecer se ponía más guapa, más radiante, más hermosa. Así que un día, cuando la Reina preguntó lo de siempre esperando la respuesta de siempre, el espejo le soltó la bomba: “Blancanieves es ahora la más bella”.
A la Reina le dio un patatús del que no veas. ¡No podía aguantar que nadie, y mucho menos su hijastra, la superara en belleza! Roja de rabia y con el corazón lleno de hiel y veneno, se le ocurrió una idea malvada, terrible, espantosa. Llamó al Cazador Real, un hombre fuerte y leal que siempre había cumplido sus órdenes, y le mandó llevar a Blancanieves al bosque y… ¡quitarla de en medio para siempre! El Cazador se llevó a Blancanieves al bosque con el corazón pesado, pero cuando vio su carita de ángel y sus ojazos buenos llenos de inocencia, no fue capaz de hacerle nada. “¡Corre, corre y no vuelvas al castillo!”, le susurró con urgencia en la voz. “¡Que la Reina no te pille!”.
Refugio en el bosque encantado #
Blancanieves salió pitando como alma que lleva el diablo, con el corazón que le iba a mil por hora y las piernas temblándole de miedo. El bosque parecía una boca de lobo, oscuro y amenazador, y las sombras se movían entre los árboles como fantasmas acechantes. Se tropezaba con las raíces que salían del suelo y los matojos la arañaban, sintiéndose más sola que la una en aquel lugar inhóspito. Después de andar y andar durante lo que parecieron horas, ¡zas!, se topó con una casita escondida entre los árboles, pequeña y acogedora. Llamó a la puerta con los nudillos temblorosos, pero no contestaba ni el Tato. Empujó un poquito la puerta de madera y entró con cuidado. La casita era como de juguete, con siete sillitas de diferentes colores, siete camitas ordenaditas en fila y siete platitos en la mesa, cada uno con su cubierto. La pobre estaba tan rendida y agotada por la huida que se tumbó en las camitas suavecitas y se quedó frita al instante.
La casita de los siete enanitos #
Al caer la noche, cuando el cielo se tiñó de violeta y naranja, volvieron los dueños de la casa. Eran siete enanitos que trabajaban en una mina cercana, dándole al pico y a la pala todo el día buscando piedras preciosas brillantes y relucientes. Al ver a Blancanieves durmiendo plácidamente en sus camas, ¡se quedaron de piedra! “¿Y esta chica tan bonita?”, se preguntaban unos a otros susurrando para no despertarla, rascándose las barbas y los gorros puntiagudos.
Blancanieves se despertó sobresaltada y vio las caritas curiosas de los enanitos mirándola con ojos como platos. Les contó su historia con lágrimas en los ojos, desde el principio hasta el final, sin dejarse ni un detalle. Los enanitos se quedaron a cuadros y sintieron mucha lástima por la pobre princesa. “Quédate con nosotros”, le dijeron con voces amables y cariñosas, “¡pero ojo! ¡La Reina es muy lista y intentará encontrarte!”. Blancanieves, agradecida hasta las lágrimas, les prometió echarles una mano con la comida y la limpieza mientras ellos curraban en la mina. Y así comenzó una nueva vida para la princesa, una vida sencilla pero llena de alegría y amistad verdadera.
La manzana envenenada #
Mientras tanto, en el castillo oscuro y frío, la Reina Malvada volvió a darle la matraca al espejo mágico: “Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella?”. ¡Horror de los horrores! El espejo respondió con su voz resonante: “Blancanieves, que vive con los siete enanitos en el bosque, es la más bella de todas”.
Los celos de la Reina la carcomían por dentro como un veneno terrible. Decidió que tenía que encargarse ella misma del asunto, ya que el Cazador había fallado miserablemente. Con un conjuro oscuro y peligroso, se disfrazó de vieja arrugada y jorobada, y preparó una manzana envenenada tan roja y brillante que parecía la más deliciosa del mundo. Se fue caminando con paso cansino hasta la casita de los enanitos y llamó con golpecitos suaves. Cuando Blancanieves abrió la puerta, la vieja le sonrió con dulzura falsa y le ofreció la manzana, que brillaba como un rubí bajo los rayos del sol. “Toma, cielo. Pruébala. ¡Está de rechupete!”, dijo con voz engañosa.
Blancanieves dudó al principio, recordando las advertencias de los enanitos, pero pensó que no pasaba nada por aceptar un regalito de una pobre viejita. Le dio un mordisquito a la manzana jugosa y, ¡pumba!, empezó a ver lucecitas brillantes dando vueltas. Todo le daba vueltas y vueltas como un tiovivo y cayó redonda al suelo sin poder evitarlo. La Reina Malvada soltó una risotada espeluznante que hizo temblar las hojas de los árboles y se esfumó entre las sombras, pensando que por fin había ganado la batalla.
Esa noche, al volver a casa cansados de trabajar en la mina, los enanitos encontraron a Blancanieves tirada en el suelo del porche, más pálida que la cera y fría como el hielo. Hicieron de todo para despertarla: le hablaron, la zarandearon suavemente, le echaron agua fresca en la cara, pero no había manera de que abriera los ojos. Con el corazón roto en mil pedazos, le hicieron una urna preciosa de cristal transparente y la pusieron en medio del bosque, en un claro lleno de flores silvestres. Se turnaban para vigilarla día y noche, con la esperanza de que algún día, quién sabe cuándo, abriera los ojos de nuevo. Hasta los animalillos del bosque, los pajaritos y los conejitos, se acercaban a llorar por la pobre princesa dormida.
El despertar del amor verdadero #
Pasó el tiempo, días y semanas que parecían años, y un día, un Príncipe joven y valiente que había oído hablar de la belleza de Blancanieves llegó cabalgando por el bosque en su caballo blanco. Cuando la vio en la urna de cristal, tan hermosa y serena, se quedó prendado de ella como si le hubieran lanzado un hechizo y se le encogió el corazón de emoción. Aunque no la conocía de nada, sintió que la quería desde siempre, desde antes de nacer. Con mucha ternura y delicadeza, se agachó despacio y le dio un besito suave en la frente.
¡Y tachán! ¡Blancanieves abrió los ojos de golpe, como despertando de un sueño muy, muy largo! El beso de amor verdadero había roto el hechizo malvado de la Reina. Los enanitos empezaron a dar botes de alegría, bailando y cantando, y el Príncipe estaba en una nube de felicidad. “Vente conmigo a mi castillo”, le dijo con voz emocionada. “Allí estarás a salvo y serás feliz para siempre”.
Blancanieves sonrió con su sonrisa más bonita y dijo que sí. Se despidió de los enanitos con lágrimas en los ojos, abrazándolos uno por uno, prometiéndoles que nunca, nunca jamás se olvidaría de ellos ni de todo lo que habían hecho por ella. Los siete enanitos la saludaron con la mano mientras se marchaba con el Príncipe en su caballo, dispuesta a empezar una nueva vida llena de esperanza. Mientras tanto, cuando la Reina Malvada se enteró de que Blancanieves estaba viva y feliz, le dio tal berrinche que su propia magia oscura se hizo añicos. Perdió todos sus poderes y desapareció para siempre en una nube de humo negro, y nunca más volvió a dar la lata a nadie en el reino.
Blancanieves y el Príncipe vivieron felices y comieron perdices en su castillo hermoso y luminoso, pero ella nunca olvidó la bondad y el cariño de los siete enanitos que la habían rescatado cuando más lo necesitaba. Los visitaba a menudo, llevándoles regalos preciosos, dulces deliciosos y risas a su casita del bosque. Y, a partir de entonces, ¡nunca más tuvo que vivir con miedo!
¡Fin!
La verdadera belleza viene del corazón, no del espejo. La bondad, la amistad y el amor verdadero siempre triunfan sobre la envidia y la maldad.